Apoyada en el coche, rajó con la
uña el celofán de la cajetilla aún virgen y encendió un cigarrillo bajo la
lluvia de aquel anochecer, sin pensar siquiera en la posibilidad de ir a casa a
dormir.
Al alba seguía allí, empapada,
fumando el último pitillo del paquete en la soledad del parking del tanatorio.
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